La violencia machista afecta a millones de mujeres cada año y tiene consecuencias devastadoras en sus vidas, tanto físicas como psicológicas, emocionales, económicas e incluso sociales. Las mujeres que son supervivientes de cualquiera de las manifestaciones de esta violencia viven bajo una presión emocional constante, enfrentándose a una combinación de maltrato físico, psicológico, sexual o económico que, en muchos casos, las aísla, silencia y vulnera sus derechos.
En este escenario, la salud mental de estas mujeres se ve gravemente afectada por las situaciones sufridas que impactan de lleno en su estabilidad emocional. Según la Organización Mundial de la Salud, podemos definir «salud mental» como un estado de bienestar en el que la persona reconoce sus capacidades, puede afrontar las tensiones cotidianas, trabajar de forma productiva y contribuir a su comunidad. En esta misma línea, la propia OMS reconoce que la violencia de género es un problema de salud pública con consecuencias graves para la salud mental de las mujeres que lo sufren, por enfrentarse a múltiples situaciones en las que este concepto juega un papel clave en sus vidas. Entre los trastornos más comunes se encuentran la depresión, diferente sintomatología de ansiedad, el trastorno de estrés postraumático, la baja -o nula- autoestima y una percepción distorsionada del propio cuerpo y de las relaciones interpersonales. Además, el trauma prolongado y la exposición a situaciones de abuso generan altos niveles de estrés y ansiedad que impactan negativamente no solo en el bienestar emocional, sino también a nivel físico, sufriendo sensaciones de bloqueo y miedo, apatía por el movimiento, exposición a la manipulación emocional, pérdida de confianza en sí misma, inseguridad y dificultad para establecer vínculos sanos y de confianza, entre otras circunstancias. Estas manifestaciones afectan tanto a la salud mental como a otros ámbitos de la vida, el desarrollo laboral, la crianza, las relaciones interpersonales y, por tanto, la calidad de vida en general.
Frente a esta compleja problemática que desencadena consecuencias multidimensionales en la vida de las mujeres, surge la necesidad de buscar estrategias complementarias a las terapias psicológicas y psiquiátricas, que contribuyan a completar los objetivos de recuperación necesarios para el completo restablecimiento mental y emocional de cada una de las mujeres. En este sentido, la actividad física se ha consolidado como una herramienta de gran valor para la mejora del estado emocional, el fortalecimiento del cuerpo y el fomento del empoderamiento personal. Además de mejorar la condición corporal, estudios recientes respaldan los efectos positivos en el bienestar psicológico que genera la actividad física. El ejercicio activa una serie de procesos neurobiológicos que influyen directamente en el estado emocional, lo que lo convierte en una opción efectiva para abordar síntomas relacionados con la inestabilidad emocional, la depresión y otras alteraciones de la salud mental.
Durante la actividad física se liberan endorfinas, dopamina, serotonina y norepinefrina, sustancias químicas cerebrales que producen sensaciones de bienestar, reducen el dolor emocional y mejoran el estado de ánimo. Estas sustancias están directamente relacionadas con la regulación emocional, es decir, su aumento contribuye a disminuir los niveles de ansiedad, tristeza y estrés. Además, el ejercicio también ayuda a reducir los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Concretando en la situación de las mujeres supervivientes de violencia de género, sus niveles de cortisol están elevados de forma crónica -en la gran mayoría de los casos-, por lo que el ejercicio físico representa un alivio fisiológico importante y contribuye a estabilizar el estado emocional. De igual forma, una de las consecuencias más comunes del abuso físico o sexual que sufren las mujeres supervivientes de estas formas de violencia machista es la disociación corporal, esto es que dejan de sentirse seguras o cómodas con su propio cuerpo. A través del movimiento, del contacto respetuoso con el cuerpo y del fortalecimiento físico, se recupera progresivamente una relación más positiva y funcional con la corporalidad, lo que contribuye de nuevo a disfrutar de un bienestar psicológico importante.
Más allá de los efectos químicos y fisiológicos, la actividad física tiene beneficios psicológicos y sociales que la convierten en una herramienta poderosa de recuperación que contribuye a mejorar y fortalecer nuestra salud mental. Mejorar la autoestima es uno de los grandes resultados de realizar ejercicio físico: cuando una mujer elige conscientemente participar en unas actividades físicas, está tomando decisiones activas para mejorar su bienestar y, a medida que observa avances en su resistencia, fuerza o apariencia, su percepción de capacidad mejora y consigue una autoestima más sólida. Igualmente, realizar actividad física en grupo puede llegar a proporcionar un espacio seguro en el que las mujeres comparten experiencias, se apoyan y generan vínculos de confianza. Es esta circunstancia la que precisamente contrarresta el aislamiento típico que viven muchas supervivientes de violencia. Asimismo, la actividad física implica asumir compromisos, establecer metas y tomar decisiones, lo que estimula la sensación de control sobre nuestra propia vida y promueve el empoderamiento, aspectos muy debilitados en la víctima durante una relación de violencia machista. Por último, el movimiento corporal facilita la expresión y regulación emocional, ya que muchas disciplinas como el yoga, la danzaterapia o el entrenamiento funcional consciente incluyen momentos de introspección y trabajo emocional, lo que resulta muy útil para procesar emociones difíciles como la ira, el miedo o la tristeza y motivar la resiliencia; el aprendizaje y superación de los momentos difíciles.
En la actualiad, la investigación empírica ha comenzado a validar estos beneficios, como se muestra en un estudio reciente de Martínez y Sevilla (2024), que aplicó un programa de ejercicio aeróbico combinado con sesiones de meditación guiada en un grupo de mujeres víctimas de violencia de género. Los resultados mostraron la disminución significativa de estrés postraumático, la mejora en los niveles de autoestima y percepción corporal, mayor capacidad de concentración y regulación emocional; y el aumento significativo del sentido de pertenencia y apoyo grupal. Otros estudios han utilizado disciplinas y ejercicios concretos como el yoga terapéutico, el pilates o el tai chi, observando resultados positivos muy similares. De igual modo, las intervenciones que combinan movimiento, respiración consciente y reflexión personal parecen ser especialmente efectivas, ya que abordan cuerpo y mente de forma integral y fomentan la capacidad de introspección que ha ido disminuyendo en favor de otras preocupaciones.
Por otro lado y, evidentemente, para que una intervención que proponga actividad física como parte de la recuperación de un proceso de violencia machista sea eficaz debe de cumplir ciertos criterios como que la programación esté diseñada por profesionales con capacitación específica; el lenguaje, contacto físico y el tipo de ejercicios tanto individuales como grupales deben de respetar el ritmo y las necesidades emocionales de las participantes y la aplicación ciertas garantías de acceso como el bajo costo de las actividades y su desarrollo en lugares seguros, entre otros. Además, la actividad debe presentarse como una herramienta de apoyo que contribuye al proceso de recuperación y no como una imposición terapéutica porque de esta manera no se conseguirían al completo los objetivos propuestos. De igual modo, el nivel de exigencia física debe adaptarse siempre al estado físico y emocional de las participantes, ya que un nivel desajustado puede producir desmotivación por su parte. Y, por último, debe recordarse que el ejercicio, en este caso, no consigue desarrollar un efecto terapéutico en sí mismo por sí solo, sino que es fundamental que estas actividades estén integradas en un plan de atención más amplio que incluya también apoyo psicoemocional tanto individual como grupal.
Por lo tanto, y como conclusión final, se evidencia que la violencia de género deja heridas y secuelas profundas que van más allá del daño físico inmediato; secuelas que afectan a la estabilidad emocional y psicológica de las supervivientes, a su identidad, a su capacidad de decisión y a la relación con el propio cuerpo. En este contexto, la actividad física se presenta como una herramienta para sanar, reconectar, empoderar, reconciliarse consigo misma y avanzar en el proceso de recuperación. Un programa de ejercicio diseñado en colaboración con la disciplina psicológica y emocional contribuye a la recuperación de la salud mental y consigue transformar la perspectiva de futuro, generando comunidad y devolviendo a las mujeres el control sobre sus vidas que fue arrebatado durante la relación de violencia machista. Por lo tanto, promover la actividad física como estrategia de apoyo para las víctimas de violencia de género se convierte en una buena práctica que contribuye de manera integral a su proceso de recuperación.