Abuso sexual infantil

Definición del concepto  

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Cuando hablamos de abusos sexuales nos estamos refiriendo a un delito que se comete cuando se realizan comportamientos que atentan contra la libertad o la indemnidad sexual de la persona, independientemente de su sexo, sin que haya habido consentimiento previo y sin el uso de la violencia, la fuerza o la intimidación; siendo esto último lo que diferencia los abusos de las agresiones sexuales, que igualmente se cometen sin el consentimiento de la víctima y en contra de su voluntad, pero con el agravante de que transcurren con violencia y/o intimidación.

Según recoge el código penal “se consideran abusos sexuales no consentidos aquellos que se cometen sobre personas que estén privadas de sentido o aquellas que padezcan un trastorno mental, y también los que se realicen anulando la voluntad de la víctima con fármacos, drogas o cualquier otra sustancia”. También se invalida el consentimiento que haya sido obtenido de forma viciada, mediante engaño o abuso de una posición reconocida de superioridad, confianza, autoridad o influencia.

Esta última puntualización sobre el consentimiento adquiere especial importancia cuando profundizamos en el significado del delito contra la libertad o la indemnidad sexual; ya que, según dictamina el código penal: “La libertad sexual es la libre determinación de la voluntad de un individuo para consentir actos y contacto físico de carácter sexual, así como el poder oponerse a los mismos” y “la indemnidad sexual se refiere a los menores o incapaces, es decir, aquellas personas que no han alcanzado la madurez sexual necesaria”, de lo que se extrae que los abusos no solo atentan contra la voluntad y la capacidad de la persona a decidir sobre su sexualidad a cualquier edad, sino que además es un delito en el que los y las menores son potenciales víctimas por su desconocimiento de la sexualidad y del consentimiento respecto a ella.

 

La violencia sexual, una manifestación de la violencia de género.

Según datos del ministerio del interior, en el año 2020, se produjeron en España 13.174 actos de violencia sexual (agresiones, abusos, pornografía, prostitución y trata), de los cuales, las víctimas eran menores en el 47,6% de los casos y más concretamente, para los delitos contra la libertad e indemnidad sexual, apunta que, el 84% de las víctimas fueron mujeres y el 96% de los responsables de estos delitos son hombres.

En este mismo año, el estudio sobre sentencias del Tribunal Supremo dictadas por delitos contra la libertad sexual, realizado por el Observatorio del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) , expone que en las agresiones sexuales cometidas contra personas adultas el 97,7% de las víctimas son mujeres, la carga de género se reduce en las víctimas menores, donde el 68,4% eran niñas y el 31,6% niños, de estas, conocían al agresor en el 75,3% de los casos, mientras que en el 24,7% eran desconocidos. Del total de 64 casos registrados con víctimas menores, los agresores fueron 60 hombres (93,8%) 1 única mujer (1,5%) y 3 casos en los que participaban hombres y mujeres (4,7%).

Ponemos especial énfasis en los menores ya que son, por su propia condición de niños y niñas, víctimas especialmente vulnerables y sobre ellos se cometen 7 de cada 10 de las agresiones o los abusos sexuales estudiados por la Sala de lo Penal.

La realidad en cifras

En el citado estudio del CGPJ se refleja que:

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“Cuando las víctimas son menores de edad, el delito predominante es el abuso sexual, cometido casi en la mitad de los casos (48,6%), de los cuales el 57,7% fueron abusos continuados. El segundo delito más cometido sobre niñas y niños fue la agresión sexual, con un 28,1%, siendo continuadas el 53,6% de ellas. Los delitos relacionados con la pornografía representaron el 6,5%, mientras que los vinculados con la prostitución de menores fueron el 4,7% de los analizados.”

En el caso de los abusos sexuales infantiles, los perpetradores no tienen un perfil determinado, ni se dan en un tipo de familia concreto, pero si se pueden encontrar patrones comunes si se investiga el delito. En un estudio reciente de Save the Children en el que se analizan 432 casos judiciales de abusos sexuales a la infancia, concluyen que  la mitad de los delitos se cometieron en el entorno familiar, siendo el padre el abusador más común (casi un tercio de los casos). En el resto de los casos o bien el familiar no es identificado (20%), o es la pareja de la madre (el 18%), el abuelo (12%) o un tío (6%).  En la misma línea, el estudio del CGPJ evidencia que el porcentaje más elevado de delincuentes sexuales se encuentra en el entorno familiar de las víctimas, el 37,7%, el 31,2% eran conocidos de la familia, el 24,7% provienen de contextos educativos, ocio, deportes, etc y un 7,8% de redes sociales.

Por último, destacamos de las conclusiones de este estudio dos hechos significativos, que en congruencia con lo mencionando anteriormente, enfatizan la gravedad del delito; El primero de ellos hace referencia al lugar donde transcurren los hechos, que en el 83,6% de las agresiones ocurrieron en el domicilio del agresor, el 11,5% en calles, coches o espacios públicos y el 4,9% en actividades de ocio deportes, etc. El segundo dato de interés se refiere a la continuidad de los abusos y agresiones, que como ya mencionamos está presente en más de la mitad de los casos y que mide en un intervalo que va desde los meses (30,6% de las víctimas) a los 7 años o más (12,2% de las víctimas).

Repercusión y consecuencias

Podemos concluir de lo expuesto anteriormente que la violencia sexual es un delito que ocurre en los hogares de las víctimas o de personas cercanas a la unidad familiar, que es perpetrada por personas en las que confían, con las que en muchos casos tienen una relación de parentesco directo y que se mantiene por periodos prolongados de tiempo.

Es difícil concretar la magnitud de las consecuencias que puede acarrear en una persona que en su infancia su hogar no sea el lugar seguro que debería sino el foco de sus problemas y que la o las personas que deberían quererte y cuidarte por el mero hecho de existir sean quien te hieren.

La edad en la que se inician los abusos suele ser previa a la comprensión de la propia sexualidad, en ocasiones las y los menores participan activamente y obtienen placer de los hechos delictivos. Esto se debe a ese falso consentimiento que mencionamos en la definición del concepto, ya que, aprovechándose de la inocencia característica de la infancia, se consigue convencer a las y los menores de que es un juego o un momento especial que comparten con su padre, abuelo, tío, etc. y de que no se lo pueden decir nadie porque “es un secreto”, “mamá no lo va entender y se va enfadar y ¿tú no quieres que mamá y yo discutamos verdad?” y otros engaños y/o amenazas similares.

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Cuando las víctimas empiezan a tener conciencia de la situación experimentan fuertes sentimientos de culpa y vergüenza que generalmente no saben gestionar y que pueden traducirse en situaciones de indefensión aprendida o en conductas disruptivas (pierden el apetito, lloran, tienen miedo a la soledad, desarrollan resistencia a desnudarse, sufren regresiones temporales, fracaso escolar, etc.). A largo plazo las personas que han sufrido violencia sexual pueden desarrollar, miedos irracionales, conductas autolesivas, ideación suicida, conductas antisociales, ansiedad, descenso de la autovaloración personal, trastorno de estrés postraumático, etc.

 

 

La información como motor del cambio social

Es imprescindible que se promuevan mecanismos para que esta información llegue a la ciudadanía, que reconozca y sea capaz de dar respuesta a la violencia sexual. Según el informe de 2021 de la Fundación ANAR, en el último año ha habido un incremento del 80,9% en el número de casos de abusos sexuales, que opinan se debe a la mayor presencia e información sobre estos en los medios. A pesar de este incremento siguen siendo más numerosos los casos en los que no se denuncian estos delitos que aquellos en los que se hacen públicos. Según el ya mencionado estudio de Save the Children se estima que los casos de abusos sexuales que se denuncian suponen un 15% de los delitos cometidos.

El proceso judicial

La ONG menciona además que son las víctimas y las madres las que denuncian en la mayoría de los casos y las que se exponen al largo y arduo proceso judicial, que lejos de inspirar confianza infunde miedo. Son muchos los motivos que alimentan este temor: la falta de sensibilidad y formación en género o infancia que poseen los agentes implicados (judicatura, abogacía, fiscalía, medicina y psicología forense, etc.), la revictimización de las y los menores que se ven obligados a repetir una media de hasta 4 veces lo ocurrido ante diferentes profesionales, y en gran medida, la posibilidad de no ser creídas sino castigadas.

Ilustración obtenida de Pícara

Anteriormente comentábamos la importancia de informar sobre los abusos sexuales en los medios de comunicación, aunque la información que se recibe de ellos no siempre incita a denunciar, sino que en muchos casos materializa los temores de las víctimas o de las madres. Dos ejemplos recientes son el caso de María Sevilla, quien estuvo a punto de ser encarcela y a la cual se le permitió ver a su hijo únicamente una hora cada 15 días durante más de dos años como castigo por haber incumplido la sentencia que ordenaba entregar a su hijo a su presunto abusador;  O el caso de Diana García quien perdió la custodia de su hija de seis años en favor de su padre, denunciado previamente por violencia de género y sobre el que pesan sospechas de abusos sexuales a la menor.

En ambos casos se duda de la credibilidad de la madre porque se presume la aplicación del inexistente SAP (Síndrome de Alienación Parental), supuesto trastorno de salud mental que sufren los hijos e hijas manipulados por uno de sus progenitores para que rechacen y muestren odio hacia el otro progenitor. A día de hoy el SAP, no es una enfermedad reconocida por la OMS, tampoco está incluido en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM, en sus siglas inglesas), la Asociación española de Neuropsiquiatría (AEN) lo califica de “un grave intento de medicalizar lo que es una lucha de poder por la custodia de un hijo/a” y, como argumento jurídico está proscrito por el art 11.3 de la Ley Orgánica 8/2021 de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, pese a lo cual, está resultando muy difícil su erradicación del sistema pericial y judicial.

La respuesta jurídica ante esta problemática social no puede ser entendida sin retrospectiva, analizando la trayectoria ideológica y el contexto histórico cultural de nuestro país que conforma el ideario colectivo actual, más concretamente la idea de mujer. La tradición religiosa nos brinda un poderoso ejemplo en el pasaje bíblico del génesis, donde se narra la historia de Adán y Eva, quien se supone fueron el primer hombre y la primera mujer, y en el cual el cristianismo nos inculca la idea de que la mujer representa el pecado original, que es débil, pues se deja engañar, pero a su vez tiene poder para convencer al hombre, Eva es en definitiva la culpable del cruel destino de la raza humana. Otro acontecimiento histórico que representa claramente el sesgo de género en la sociedad y más concretamente en la justicia lo protagonizan las Brujas; Durante tres siglos (del XV al XVIII) fueron perseguidas, juzgadas y condenadas a ser brutalmente asesinadas sin motivo ni pruebas, en lo que pocas veces se denomina como un feminicidio.

Que la mayoría de las personas que han de comparecer en concepto de acusadas en las denuncias de abuso sexual infantil, en cuyas causas se alegue la existencia de SAP, sean mujeres lleva a pensar que la justicia no es imparcial, pues no ha conseguido deshacerse este bagaje cultural y social de que las mujeres son “malas” y además obvia una realidad mucho más frecuente, que es el instinto de protección y cuidado de las madres hacia sus hijos e hijas y el sufrimiento que experimentan al pensar que pueden estar en peligro.

Se pretende garantizar los derechos de ambos progenitores sin valorar si cumplen por igual con sus deberes y se ponen estos por encima de los derechos de la infancia cuando el bienestar del menor debería ser la prioridad.

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